viernes, 18 de marzo de 2016

Hay un momento...

Hay un momento en el que decidimos, por fin, tirar las cosas viejas. Todo ese ruido de las fotografías, todas esas palabras acumuladas, todas esas maneras extrañas de pertenecer y de hacer que nos pertenezcan las personas o los breves plazos de nuestras vidas.

Hay un momento en el que nos ocupamos en olvidar a quienes nos olvidaron.

Y bueno… siempre es necesario salir para seguir viviendo. Se trata de ir apagando una por una todas las luces, de ir barriendo cada rincón y de ir ordenado cada cosa tomando únicamente lo que nos pertenezca; así quien venga a ocupar ese sitio, perciba el amor que depositamos entre sus esquinas.

Cambiar no es otra cosa que perseguir el silencio. Nuestro sensato silencio. Eso que nunca atendemos por estar llenando nuestra cabeza de ruido. A quienes nos rodean los contaminamos de nuestra propia bulla y así los destruimos con las mismas herramientas que usamos contra nosotros: ese aberrante pensar que los gritos son compañía y que entre más ruido menos dolor sentimos.
Son tan pocos los que tienen la envidiable gracia de tener una atención plena. Entre más conciencia tenemos acerca de la existencia de los demás, menos sufrimiento acumulamos.
El error está en buscar nuestro reflejo a cada paso; en atribuir nuestros sueños, rencores, grandezas o pequeñeces a quienes no son más que nuestros compañeros en el camino. 

Compañeros que soportan un tiempo nuestra inconciencia hasta que deciden saludablemente cruzar en la siguiente vereda. Tarde o temprano aprendemos a quedarnos quietos. El bullicio interior merma. Nos quedamos atentos a la vida afuera de nosotros. Entra cierta calma. Tiramos las cosas viejas que nos heredaron quienes nunca nos enseñaron a escuchar.

Se abre la claridad. Quietos y tranquilos aguardamos el segundo presente. Nos comprendemos sin las vergüenzas ni las culpas ni los complejos ni las moralinas de quienes nos contagiaron su miedo innecesario.