domingo, 2 de agosto de 2015

Entender tu partida se volvió mi mayor virtud, negarla fue mi mayor vicio...

Entender fue materializarte en minutos mientras perdía la esencia y el tiempo de lo que yo podía ser sin ti.

Entender tu intermitencia fue adornar con luces todas las habitaciones tras tus partidas.
Entender fue dejar de discutir, fue aceptar como mías tus palabras. Fue sentir que volverías y creer que sí me amabas. Entender fue calzarme en resignación, aún cuando la talla era un número menor que la hora de tu primer adiós. Entender fue calendarizar segundo a segundo mi vida para evitar el desboque de tiempo, que rompió tu reloj de arena.
Entender fue leer entre líneas el contrato, buscar las letras pequeñas, esas en las que está escrito tu regreso, e ignorar las mayúsculas rojas, aquellas que indicaban tu ausencia permanente. Entender fue dormir en el lado cálido de la almohada, el que si conservaba tu aroma y tu estadía. Entender fue la ceguera a tantísimos ojos, palabras y caricias de otras personas, que nunca fueron tú. Entender fue amarte, esperarte, sonar, dibujar y escribirte en suspiros, tinta, lágrimas, postales, reflejos… Entender fue materializarte en minutos mientras perdía la esencia y el tiempo de lo que yo podía ser sin ti.
Entender tu partida se volvió mi mayor virtud, negarla fue mi mayor vicio.
Pero de todo lo que ocurrió tras los primeros meses de tu ausencia, existió algo que nunca entendí: como fue, que mientras te despedías de mí, con los te amo en la maleta y un volveré en tu itinerario, ya había en tu cuello y en tus labios una foto nueva, de besos que no eran míos...